Vivimos en una sociedad crispada que parece estar en continua disputa entre posturas opuestas. En medio de esa crispación, la agresividad y la descalificación continuamente inundan los medios de insultos más que de propuestas y a veces nos hacen incluso creer que la convivencia no es posible. ¿A qué nos lleva? A adentrarnos en dinámicas de competición en la que alguien gana y alguien pierde, en la que unos 'sacan pecho' con orgullo y otros se sienten humillados.
Por eso ayer, cuando vi el documental de la 'Revuelta de las mujeres en la Iglesia', sentí paz. Se puede denunciar sin agredir. Se puede reivindicar la dignidad y alzar la voz sin necesidad de humillar. Se puede disentir en la Iglesia y seguir formando parte de ella alzando la voz de manera comprometida desde dentro para ir avanzando hacia el cambio que deseamos ver.
Un cambio que reivindica que la autoridad es servicio; que el Espíritu de Dios se nos regala a todas las personas; que el cuidado y la ternura, el perdón y la reconciliación, es lo que genera fraternidad...
Y, si soy sincera, me reconozco parte de esa Iglesia que discrimina y selecciona. Reconozco que queriendo servir, impongo y me acomodo; que siendo invitada a escuchar, me cierro y me creo con la verdad; que me cuesta salir al encuentro del diferente y sentirle hermano... y por eso este tiempo de cuaresma se convierte en oportunidad para pedir perdón.
La Palabra que hoy se nos dirige a toda la Iglesia nos desafía: sal de tu tierra (Gen 12, 1).
Necesitamos ponernos en camino, atrevernos a escuchar y discernir los signos de los tiempos, no tener miedo a encontrar otros modos más evangélicos, más inclusivos.
Abrán marchó como le había dicho el Señor (Gen 12, 4a). ¿Seremos capaces también hoy como Iglesia de ponernos en marcha hacia la tierra que Él nos vaya mostrando? Quizá la clave nos la da el evangelio...
Este es mi Hijo amado, ¡ESCUCHADLO! (Mt 17)
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